Por Eugenia Rodríguez
“Mira cómo se me pone la piel cuando te recuerdo. Por la garganta me sube un río de sangre fresco, de la herida que atraviesa, de parte a parte mi cuerpo. Tengo clavos en las manos y cuchillos en los dedos y en mi sien una corona hecha de alfileres negros”. Recordar lo vivido, aventura con senderos que se estrechan y expanden dejando encontrar en cada imagen y sensación que en ellos habita, una parte de nosotros, de lo que fuimos, de lo que somos y de dónde estamos.
“Mira cómo se me pone la piel cuando te recuerdo. Por la garganta me sube un río de sangre fresco, de la herida que atraviesa, de parte a parte mi cuerpo. Tengo clavos en las manos y cuchillos en los dedos y en mi sien una corona hecha de alfileres negros”. Recordar lo vivido, aventura con senderos que se estrechan y expanden dejando encontrar en cada imagen y sensación que en ellos habita, una parte de nosotros, de lo que fuimos, de lo que somos y de dónde estamos.
La casa es demasiado grande para una sola persona. Sus altas paredes, afectadas por el paso del tiempo, obligan a reclinar la cabeza y levantar la vista para divisar el techo de madera que cubre las tantas salas en las que se divide este hogar que, si no fuera por esos ladridos incesantes, podría decirse que está deshabitado.
Su estructura antigua, con persianas largas y algo despintadas, testigo de los más de 30 años de edificación, guarda en su interior historias de vida, de una familia que ya no está, de la soledad.
A pesar de que no lo reconoce en sus palabras, la mirada triste, su cara ojerosa y pelos al viento, su ropa desprolija y lento caminar, reflejan esa tristeza que opaca su vitalidad y hiere parte de su cuerpo como una corona de alfileres negros, esos que describe Rafael de León, su poeta predilecto en Pena y Alegría del Amor.
Hasta hace poco tiempo no estaba sola, o por lo menos no físicamente. Tenía la compañía de esa tía mayor, que tanto la hacía renegar, con la que se había disgustado al punto de dividir la casa en la que vivieron desde que se mudaron allí, para evitar esas peleas interminables, esas frases dolorosas que dañaban a ambas, como si enfrentarse les asegurara no estar cada una en sus mundos particulares, semejantes por la gran cantidad de perros de los que se rodearon.
Pero la vida es dura y el tiempo trae sorpresas ingratas cuando menos se esperan. Ella, la tía Ester, una mujer de más de ochenta años, con dificultades para caminar y surcos en el rostro, símbolos de quien sabe esquivar a la tan temida muerte, se fue, casi de repente, cuando su cabeza, que ejercitaba leyendo cuantas revistas y sopas de letras encontraba, ya no pudo soportar otra lectura más.
Dicha partida, atravesada por el dolor propio de una muerte inesperada, la sucumbió a “La Tere”, como la conocen en el pueblo, en un callejón cuya salida parece ocultada por lo difícil de admitir la plena soledad, el vacío de una casa cubierta de plantas de todo tipo, en un patio en el que aquellas noches de verano, cuando aún era estudiante del profesorado, su mamá le preparada deliciosos mates mientras ella se aprendía los complicados nombres de los huesos y extremidades del cuerpo humano y los del mundo vegetal.
Hoy mira ese patio, acompañada de los seis perros que le quedan, después de haber tenido más de veinte, que la rodean vestidos con sus trajecitos por el frío y lloran junto a ella, como queriendo consolarla, o quizás, compartiendo su dolor. Hoy está jubilada, y no puede evitar recordar, en el vacío de esa casa, todo aquello que ha vivido, lo que ha logrado y lo que no pudo conseguir, lo que quiere hacer y lo que probablemente nunca hará.
De izquierda a derecha, en primer lugar, la ex directora de EEM Nº 403, María Teresa Mafezzini. Fuente: EEM Nº403 |
No es sencillo hablar de lo que somos o intentamos ser, a cada instante, en cada etapa. Ella, no eligió ser docente, pero las limitaciones del contexto de la década del ’70 en un pequeño pueblo en el centro oeste de la provincia de Santa Fe, la llevaron a decidirse por una profesión que hoy asegura amar profundamente y a la que le agradece el contacto con la alegría de los adolescentes.
“Los jóvenes tienen esa chispa, esa energía propia de la juventud. Siempre tuve una empatía con los adolescentes que se mantuvo hasta que me retiré e inclusive me sigo viendo y escribiendo con muchos de ellos. Porque a los chicos hay que saberlos llevar, entenderlos, tratarlos desde el afecto no desde la autoridad”.
Con estas palabras, María Teresa Maffezini, describe lo que entiende es la mejor cosecha de su siembra por las aulas, de sus años como profesora en escuelas secundarias y también para adultos, experiencia esta última que le abrió la puerta para comenzar su paso como profesora de ciencias naturales en el establecimiento de su localidad natal.
La responsabilidad siempre fue su guía, cada esfuerzo personal era el esfuerzo que sus padres hacían para que pudiera estudiar, única e invaluable herencia para el futuro. “Sabía lo que significaba para ellos mandarme a otra cuidad, mi padre era carpintero y su trabajo estaba destinado a mis gastos de estudio, mi mamá ama de casa, ella hasta vendió otra casita que tenía para que yo pudiera seguir, porque en un momento no podíamos solventar el viaje y demás”.
Aferrada a Dios, a las creencias de una religión en la que nació inmersa, ya que su primer hogar fue la casa parroquial, lugar en el que estuvo hasta sus 30 años, y a su convicción de que el estudio era la única manera de salir adelante, de ayudar a sus padres y construir otro porvenir, estudió dedicadamente cada año, cada verano, para terminar recibiéndose con un flamante sobresaliente, todo a pesar de no saber claramente, por qué se decidió por la docencia y de que cada viernes volvía a su casa, porque lo peor de todo “fue estar alejada de mi familia”.
La poesía le permite encontrar las palabras que describen sus sentimientos, su experiencia, por eso ama desde chica memorizarlas y recitarlas, a pesar de que no haya un amplio público para compartirlas. Su recompensa luego de los años de esfuerzo, de la lejanía, fue comenzar a trabajar, primero como administrativa en la comuna local, ya que no le fue fácil lograr trabajo en su secundaria, y luego como docente.
“Desde que me nombraron coordinadora de la escuela que se abría en Casas, -localidad vecina a su pueblo natal, Cañada Rosquín- establecí una relación única e indestructible con ese pueblo y con la gente, a la que le estoy muy agradecida”, dice con lágrimas que brotan de sus ojos celeste claro y que mojan el cuerpo pequeño y negro de Marta, la perrita de su tía, que en estos días no se mueve de arriba de su falda.
Al pensar en la experiencia como directora, no duda en asegurar que desde un inicio la lucha por la escuela atravesó la relación de docentes y alumnos de manera de que todos entendían que sólo el trabajo colectivo y respeto mutuo les permitiría, algún día, tener un edifico en dignas condiciones. Su lucha y esfuerzo individual, se plasmaron en la actitud que decidió asumir al hacerse cargo de una institución que recién se abría, en un pueblo de no más de 700 habitantes, que no figuraba en las prioridades de los dirigentes de turno ni en los programas edilicios que pudieran lanzarse.
“Todavía hoy recuerdo cuando nos pasábamos de un lado a otro con las mesitas y bancos porque nos cambiaban el lugar de clases”. Las carencias de la Escuela de Enseñanza Media Nº 403 siempre agrietaron su corazón, y la llevaron a tratar de cambiar esa dura situación, con más de un intento fallido, con varios proyectos que no llegaron a concretarse.
Pero el fin de su etapa docente la encontró en el mismo edificio, estable pero lleno de falencias, en el que funcionó la escuela por más de quince años. Sin duda, ese fracaso personal y colectivo, es lo que todavía le pone la piel tensa cuando lo recuerda, con una voz entrecortada y cabizbaja, mientras por la garganta le sube un río de sangre fresco.
Será por eso también que no puede pasar por enfrente de la institución cuando va a Casas, “que tiene algo muy especial, porque siempre se vuelve, en particular sé que me enamoré del pueblo”, y que manifiesta una mirada crítica con respecto al nuevo edifico educativo, porque “no es propio ya que no está edificado en el terreno que le corresponde, sino en otro prestado”.
Para ella, que hasta el presente guarda en su memoria los planos de una escuela que por fin sería como las demás secundarias de la provincia, líneas y figuras que nunca lograron desprenderse del papel, la plena autonomía e independencia, es aún una tarea pendiente, por la que se debió seguir insistiendo.
Para ella, que hasta el presente guarda en su memoria los planos de una escuela que por fin sería como las demás secundarias de la provincia, líneas y figuras que nunca lograron desprenderse del papel, la plena autonomía e independencia, es aún una tarea pendiente, por la que se debió seguir insistiendo.
Anochece, el frío del invierno obliga a cerrar las persianas antiguas, entrar a cada uno de los perros que al ser llamados por sus nombres se acomodan en los sillones-cama para acompañar una vez más y como siempre a Tere, quien los define como “lo mejor que me pasó en la vida”, junto a los adolescentes, “con quienes me conecto por las noches para charlar y no perder contacto, lo que siempre me dio miedo al dejar de ejercer. Pero hoy sé que están ahí”.
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